miércoles, 12 de octubre de 2011

(Otro) El Fin


Rompió todas las cartas y se echó a andar por el puente, que es uno más de entre todos esos puentes que cruzan el río tan nombrado, en la ciudad ésa tan renombrada y recomendada, visitada por turistas con cámaras fotográficas incansables.

La hubiera gustado poder leer esto sobre sí mismo. No estaba allí, no realmente, pero de alguna manera estaba más allí que donde en verdad estaba. ¿Por qué? No es muy relevante: él necesitaba alejarse, no estar donde y cuando estaba en ese momento. Por lo tanto forzó su mente y creó esa ciudad, se rodeó de ella, empapeló la realidad con otro lugar más estúpidamente literario. Tal vez la única razón de ese escenario imaginario era que él necesitaba contarse algo así como un cuento de lo que le estaba pasando, para lograr lo que la cotidianeidad no puede, es decir, ser sublime, omitir lo contingente, lo anecdótico del recordar hasta en cuántos pedazos rompería las hojas y de qué manera caerían a ese río sucio que era muy ancho para cruzarlo en puente, por lo que la naturaleza lo había dotado con la capacidad de ser tan bajo que era posible, a veces, atravesarlo a pie, caminando por sobre los sedimentos que todo un subcontinente junto despachaba allí. Ese río híbrido, aburrido de que lo comparen con el café con leche, no era equiparable al río cruzando la literaria ciudad, ese capricho de los poetas que intentando ser geógrafos, la describen y la describen y la desnudan de realidad para dejarla bella, bohemia, europea, cosmética-cosmopolita, perfumada de frivolidad, hastiada de elogios absolutamente vanos, pero ciertos. Nunca había estado allí, pero estaba en la ciudad que el momento necesitaba.

 Se acercó a la baranda de lo que fuera sobre lo que estaba parado. Con cara de chico que se pone serio para parecer más grande, rompió ceremoniosamente los sobres, con la astucia suficiente como para lograr que las cartas fueran cayendo desde dentro de los pedazos de sobre, dejando ver la letra que le gustaba, que conocía y reconocería aún hoy, luego de tanto tiempo. Era, para ser sinceros, una última hojeada a esas cartas antes de que el río europeo o sudamericano se las llevara hasta las redes de contención de basura. Imaginó la tentación -se tentó- de ir a rescatarlas, de buscarlas revolviendo entre la mugre del río. Quiso ir hasta las redes al punto de que casi sintió la voz de esos oficiales de prefectura que hablaban una lengua que apenas conocía, pidiéndole explicaciones que no podría responder ni aunque fueran enunciadas en su propio idioma. Volviendo a sí mismo, apresuró la destrucción haciendo trozos más pequeños para no poder leer ninguna frase ni palabra.

Sintió asco en la boca y una molestia en el estómago; el sol bajaba y todo lo que daba de luz era belleza incontestable. El vértigo se le amontonó unos segundos, no quiso hacer el ridículo cayéndose. Arrojó el último pedazo y se dio vuelta para echarse a andar por el puente, o por la costanera. El sol seguía bajando imperceptible y constante; la tinta, al contacto con los carburantes que contaminan el río, se disolvió en poco tiempo. Saliendo del puente, decidió averiguar en qué ciudad estaba. No se sorprendió.

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