Rompió todas las
cartas y se echó a andar por el puente, que es uno más de entre todos esos
puentes que cruzan el río tan nombrado, en la ciudad ésa tan renombrada y
recomendada, visitada por turistas con cámaras fotográficas incansables.
La hubiera gustado
poder leer esto sobre sí mismo. No estaba allí, no realmente, pero de alguna
manera estaba más allí que donde en verdad estaba. ¿Por qué? No es muy
relevante: él necesitaba alejarse, no estar donde y cuando estaba en ese
momento. Por lo tanto forzó su mente y creó esa ciudad, se rodeó de ella,
empapeló la realidad con otro lugar más estúpidamente literario. Tal vez la
única razón de ese escenario imaginario era que él necesitaba contarse algo así
como un cuento de lo que le estaba pasando, para lograr lo que la cotidianeidad
no puede, es decir, ser sublime, omitir lo contingente, lo anecdótico del
recordar hasta en cuántos pedazos rompería las hojas y de qué manera caerían a
ese río sucio que era muy ancho para cruzarlo en puente, por lo que la
naturaleza lo había dotado con la capacidad de ser tan bajo que era posible, a
veces, atravesarlo a pie, caminando por sobre los sedimentos que todo un
subcontinente junto despachaba allí. Ese río híbrido, aburrido de que lo
comparen con el café con leche, no era equiparable al río cruzando la literaria
ciudad, ese capricho de los poetas que intentando ser geógrafos, la describen
y la describen y la desnudan de realidad para dejarla bella, bohemia, europea,
cosmética-cosmopolita, perfumada de frivolidad, hastiada de elogios
absolutamente vanos, pero ciertos. Nunca había estado allí, pero estaba en la
ciudad que el momento necesitaba.
Se acercó a la baranda de lo que fuera sobre
lo que estaba parado. Con cara de chico que se pone serio para parecer más
grande, rompió ceremoniosamente los sobres, con la astucia suficiente como para
lograr que las cartas fueran cayendo desde dentro de los pedazos de sobre,
dejando ver la letra que le gustaba, que conocía y reconocería aún hoy, luego
de tanto tiempo. Era, para ser sinceros, una última hojeada a esas cartas antes
de que el río europeo o sudamericano se las llevara hasta las redes de
contención de basura. Imaginó la tentación -se
tentó- de ir a rescatarlas, de buscarlas revolviendo entre la mugre del río.
Quiso ir hasta las redes al punto de que casi sintió la voz de esos oficiales
de prefectura que hablaban una lengua que apenas conocía, pidiéndole
explicaciones que no podría responder ni aunque fueran enunciadas en su propio
idioma. Volviendo a sí mismo, apresuró la destrucción haciendo trozos más
pequeños para no poder leer ninguna frase ni palabra.
Sintió asco en la
boca y una molestia en el estómago; el sol bajaba y todo lo que daba de luz era
belleza incontestable. El vértigo se le amontonó unos segundos, no quiso hacer
el ridículo cayéndose. Arrojó el último pedazo y se dio vuelta para echarse a
andar por el puente, o por la costanera. El sol seguía bajando imperceptible y
constante; la tinta, al contacto con los carburantes que contaminan el río, se
disolvió en poco tiempo. Saliendo del puente, decidió averiguar en qué ciudad
estaba. No se sorprendió.
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