sábado, 8 de septiembre de 2012

Vinicius


La tele hacía brillar los trofeos de plástico dorado que Jony había acumulado en varios años de baby fútbol. Marisa se estaba terminando de pintar en el espejo del baño, y de la habitación oscura venía solamente la luz de colores cambiantes que generaba en la Play el GTA 3. Un gangsta-terrorista destruía el centro de una ciudad con una bazooka, matando policías y peatones en bolas de fuego anaranjadas. El control hacía ruido a algo suelto adentro, pero por lo que pasaba en la tele, Jony usaba todos los botones que la matanza solicitaba.

-¿Por qué nunca te morís?- preguntó Marisa mientras terminaba de luchar con los botones de su pantalón negro.

-Porque puse el truco de daño cero, Ma- y un camión de bomberos se volcaba ante un nuevo bazucazo. -Quiero llegar a las 5 estrellas, ahí vienen a dispararte los sniper desde los helicópteros y traen a los tanques del ejército.

-¿Los qué te disparan? Es muy violento ese jueguito, mi amor. ¿Te vas a portar bien? Vuelvo cuando estés dormido ya, voy con las otras seños a cenar afuera, por Ramos.

Las arrugas. Las patas de gallo alrededor de los ojos. Las canas por suerte ya no están, después del cobrizo espectacular que le hizo una amiga suya en la peluquería sobre Segunda Rivadavia. Tapar, tapar bastante, igual como es un boliche nunca se ve todo tal cual está, a menos que se llegue a instancias más avanzadas del asunto. Y ése era el problema, la falta del asunto. Ricardo -el afectuoso Richi caído en desuso- se volvió a lo de la madre hacía ya seis meses, y empezaba a pesarle dormir sola, después de liberarse de años de ronquidos atronadores y desesperación adolescente por el sexo repetitivo y mecánico. Era la primera vez que se iba a bailar con las seños, y estaba bastante intranquila.

Adri, la de 2do A, era la que le dijo quince días antes de hoy viernes el plan. 

-Cenamos todas juntas y de ahí nos vamos a romperla, Marisita. ¡Por fin te animaste a venir con nosotras después! Te va a venir perfecto, Vinicius tiene un plantel...- y cuando se le notaba la calentura bizqueaba un poco, como cuando les gritaba desaforada a los pobres pequeños que tenía a cargo en el grado. En total serían cinco: Adri, Marisa que daba Matemática y Naturales en 5to B, su compañera Pato que daba  Lengua y Sociales, la secretaria Irene y la líder espiritual: la profe Karina, portadora eterna de calzas clavadas. Todas rodeando los 40, todas separadas o a  minutos de eso. Y Vinicius era ya tradición, casi una obligación. 

Marisa había entrado a la escuela titularizando dos años atrás por su puntaje envidiable para los 38 recién cumplidos, así que esta noche terminaba el ritual de iniciación e ingreso, si es que había algo más en él que no sea la costumbre de ir al boliche a ver strippers enormes y tomar tragos de colores. Tal vez dejarse levantar por algún pendejo cuando abrieran las puertas para los hombres -aunque eso casi siempre había quedado reservado para Karina, que mantenía un culo digno para ofrecer a quien quisiera intentar algo.

El gin tonic en la mano. Las gotas de transpiración rodando por la curva de la espalda. La inseguridad en los pies, caminar inquieta por al lado de la barra, hasta que Karina viene y dice ya está ya sale el primero vení vamos más cerca del escenario. Hay otras mujeres que hacen cosas extrañas con la ropa, se refriegan entre ellas. Marisa empieza a sentir un poco de pena por ellas mientras las luces de Vinicius bajan su intensidad para quedar reunidas en un solo reflector que apunta al cortinado brillante de donde va a salir el Toro, la Bestia, el Trozo, como escucha a su alrededor. El reggaetón ambiente de pronto cambia por un blues bien lento y Marisa siente que no puede hacer más calor ahí adentro, tira el tapado en la silla y se levanta para acomodarse el pantalón que le molesta. Está a dos pasos del escenario que es como un pasillo a medio metro del suelo. En ese momento, el cortinado se corre y sale el stripper, vestido con un pantalón de vestir y una camisa a punto zafarse de tan apretada. En la cabeza un sombrero tanguero, pero no se pueden distinguir los detalles de su cara, la luz que viene del detrás de escena (un truco para poner aún más desesperación en las espectadoras) no deja ver más que una abstracción, casi una imagen mental de él. 
Una mujer desencajada se acomoda la remera para mostrar más las tetas, dándole con el codo a su vaso, que se vuelca sobre las piernas de su amiga, que la putea y empieza a limpiarse el cuba libre con servilletas, sin dejar de mirar el espectáculo. Marisa está empezando a sentarse y el stripper se corre un momento de su trayectoria, y la luz que su figura tapaba se le viene toda encima a ella. Se congela un momento y se da cuenta que está haciendo el ridículo, para risa de las seños que aúllan y chiflan con dos dedos en la boca, ya bastante borrachas. Ella también. Se siente lenta, acompasada con la música.


El show recién empezaba con el cambio repentino de orientación de la luz sobre el stripper. En realidad ahí, bañado de luz blanca de repente, empezaba la performance, con una mano en el ala del sombrero. Esa postura marcaba en la camisa -de botones a presión y no con ojal, como notó Marisa corriéndose por un momento de la fascinación colectiva- la perfección de los brazos y hombros, crecidos desmesuradamente en bíceps, tríceps y pectorales que peleaban por mantenerse pegados al hueso que les servía de ancla. Estallaron las mesas en chiflidos y grititos agudos, exagerados. 

Seguía sin alzar la cabeza de modo que su cara todavía quedara oculta por la sombra del sombrero, pero había empezado a revolear un poco los brazos y a dar unos pasos en el lugar, mientras se mueve siguiendo el tempo cadencioso y abrupto del blues. Éste subía, la voz de negro que cantaba alcanzaba la cima antes del estribillo y la rutina llevaba las manos a súbitamente arrancar la camisa -por eso lo botones a presión, claro- y a mirar al fondo del boliche, al horizonte del boliche donde quedaba la barra y la puerta de salida. Estaba maquillado, le brillaba la piel. Pero tenía los ojos celestes, la nariz perfecta. La mandíbula cuadrada era una caja preciosa de dientes blancos. Bajó la vista, tirando la camisa al piso del escenario, y fue recorriendo con la sonrisa a cada una de las chicas en la  primera fila. Marisa lo vio llegar, lo vio transformarse en algo conocido y enterrado en el fondo de la memoria. Vio el rompecabezas que se terminaba de armar, la última pieza en su lugar al momento de pasar justo por donde estaba ella sentada: Mario estaba ahí, igual. 

Joven, perfecto; trabajado para que cada línea y curva de su cuerpo se viera, se entendiera. La lógica de los musculosos se basaba en que no quedara nada sin definir y él vivía para eso en el gimnasio del barrio donde Marisa iba hacía 15 años. Estuvo yendo dos meses nada más, Mario fue su único revolcón extramatrimonial y por la culpa que le daba dejó de ir. Pero ahora estaba ahí, ese mismo Mario de los noventa. No había sabido más nada de él, se transformó en un ideal del cual dependían las realidades imperfectas del día a día con Ricardo. No podía ser él mismo, él igual, el tiempo hace cosas terribles en los cuerpos de la gente, es inevitable. Sentía que de ella no quedaba nada que estuviera emparentado a la imagen de Mario encarándola mientras corría en la cinta, o rodeándole la cintura de esa época con su enorme antebrazo cuando entraban al telo a dos cuadras del gimnasio. No era posible que una persona sobreviviera al tiempo de esa manera, como si no hubiese vivido.  Buscó a ver si era otro, pero no, era lo mismo, no había dudas. Mario había quedado suspendido, guardado como un cofrecito adentro de muchos otros, imposibilitado de oxidarse, pudrirse, mitigarse, despintarse, apagarse.

Ahora se arrancaba los pantalones de vestir falsos con un tirón del velcro y  todo en su mismo lugar, era insoportable. Se acalambró de tener tan tensionadas las piernas, dió un salto de dolor y sus amigas lo interpretaron para otro lado.

-¿Qué pasa Marisita, te calentaste? ¡Cómo me gustaría garcharme a esta bestia, por favor!-, y Karina gritó algo incomprensible entre el griterío.

Cuando Mario terminó con el sombrero tanguero en la pelvis y el slip turquesa de vinilo volaba hacia una de las mesas de cincuentonas, Marisa se levantó desorientada y se fue al baño. No estaba excitada, no estaba nada. No estaba. Entró a uno de los inodoros, intentó hacer pis y no pudo, no había nada adentro de ella. Se miró al espejo sucio, le pareció que se había pintado de más, se asqueó. Jony se habría acostado sin lavarse los dientes, apagando la Play a velocidad supersónica y tapándose rápido para que Yanina, su otra hija, no se diera cuenta. Lo hacía siempre, era tan obvio, pero Marisa se hacía la que no había escuchado para evitarle el mal momento.

Apenas salió del baño se acordó de las chicas, las había perdido. Ya habían abierto la puerta principal y estaba entrando la gente que venía después, cuando Vinicius se hacía boliche. Del pasillo de los baños pasó por la barra y no las vio, así que subió por la escalera al entrepiso, que ahora le dicen vip. Entre los silloncitos y mesas bajas había otros strippers y minas gatunas, que la miraron sin interés. Al lado de la barra de arriba estaban los otros baños, se acercó por mirar, sin mucha esperanza. Se quedó peleando con el celular al lado de una puerta, a ver si lograba mandarle un mensaje a alguna de ellas, pero le tocaron el hombro:

-Acá estás, linda. No aparecías por ningún lado, te estuve buscando en cuanto bajé del show. Acompañame-. Mario tenía un pantalón suelto y una musculosa y Marisa se bloqueó, sin entender cómo era que estaban entrando en los reservados.



Abrió la puerta temblando y con el corpiño suelto. Había acabado tan intenso que se asustó y se separó de él, se vistió rápido y salió de los reservados, con un gracias a media voz antes de cerrar de un portazo. Pisó el suelo mojado del vip y se acordó que tenía los zapatos en las manos, así que se sentó  en la barra. El barman hablaba con otro tipo, de camisa blanca muy abierta y collares de oro. Pidió un vaso de seven up y se terminó de acomodar discretamente el corpiño. La voz de Mario volvió a aparecer, ahora desde la barra, pero sonaba descuidada, medio afónica, envuelta en olor a cigarrillo negro.

-¿La pasaste bien Marisita? Este pibe es una bomba, me hace acordar a mí cuando era más pibe. Siempre se van contentas las chicas con él, nunca me falla. Igual no te preocupes que no te va a salir nada eh, es un regalito de parte mía. Te vi en la fila con tus amigas, ¿cómo andás tantos años?


Tardó no más de media hora en hacer las veinticinco cuadras hasta su casa. Jony ya estaba dormido de verdad, por suerte.