La tele hacía
brillar los trofeos de plástico dorado que Jony había acumulado en varios
años de baby fútbol. Marisa se estaba terminando de pintar en el espejo del
baño, y de la habitación oscura venía solamente la luz de colores cambiantes
que generaba en la Play
el GTA 3. Un gangsta-terrorista destruía el centro de una ciudad con una
bazooka, matando policías y peatones en bolas de fuego anaranjadas. El control
hacía ruido a algo suelto adentro, pero por lo que pasaba en la tele, Jony
usaba todos los botones que la matanza solicitaba.
-¿Por qué nunca
te morís?- preguntó Marisa mientras terminaba de luchar con los botones de su
pantalón negro.
-Porque puse el
truco de daño cero, Ma- y un camión de bomberos se volcaba ante un nuevo
bazucazo. -Quiero llegar a las 5 estrellas, ahí vienen a dispararte los sniper
desde los helicópteros y traen a los tanques del ejército.
-¿Los qué te disparan? Es muy violento ese
jueguito, mi amor. ¿Te vas a portar bien? Vuelvo cuando estés dormido ya, voy
con las otras seños a cenar afuera, por Ramos.
Las arrugas. Las
patas de gallo alrededor de los ojos. Las canas por suerte ya no están, después
del cobrizo espectacular que le hizo una amiga suya en la peluquería sobre
Segunda Rivadavia. Tapar, tapar bastante, igual como es un boliche nunca se ve
todo tal cual está, a menos que se llegue a instancias más avanzadas del
asunto. Y ése era el problema, la falta del asunto. Ricardo -el afectuoso Richi caído en desuso- se volvió a lo de
la madre hacía ya seis meses, y empezaba a pesarle dormir sola, después de
liberarse de años de ronquidos atronadores y desesperación adolescente por el
sexo repetitivo y mecánico. Era la primera vez que se iba a bailar con las
seños, y estaba bastante intranquila.
Adri, la de 2do
A, era la que le dijo quince días antes de hoy viernes el plan.
-Cenamos todas juntas y de ahí nos vamos a romperla,
Marisita. ¡Por fin te animaste a venir con nosotras después! Te va a venir
perfecto, Vinicius tiene un
plantel...- y cuando se le notaba la calentura bizqueaba un poco, como cuando
les gritaba desaforada a los pobres pequeños que tenía a cargo en el grado. En
total serían cinco: Adri, Marisa que daba Matemática y Naturales en 5to B, su
compañera Pato que daba Lengua y Sociales, la secretaria Irene y la líder
espiritual: la profe Karina, portadora eterna de calzas clavadas.
Todas rodeando los 40, todas separadas o a minutos de eso. Y Vinicius era ya tradición, casi una
obligación.
Marisa había entrado a la escuela titularizando dos años atrás por su puntaje envidiable para los 38 recién cumplidos, así que esta noche terminaba el ritual de iniciación e ingreso, si es que había algo más en él que no sea la costumbre de ir al boliche a ver strippers enormes y tomar tragos de colores. Tal vez dejarse levantar por algún pendejo cuando abrieran las puertas para los hombres -aunque eso casi siempre había quedado reservado para Karina, que mantenía un culo digno para ofrecer a quien quisiera intentar algo.
El gin tonic en la mano. Las gotas de transpiración rodando por la curva de la espalda. La inseguridad en los pies, caminar inquieta por al lado de la barra, hasta que Karina viene y dice ya está ya sale el primero vení vamos más cerca del escenario. Hay otras mujeres que hacen cosas extrañas con la ropa, se refriegan entre ellas. Marisa empieza a sentir un poco de pena por ellas mientras las luces de Vinicius bajan su intensidad para quedar reunidas en un solo reflector que apunta al cortinado brillante de donde va a salir el Toro,
Una mujer desencajada se acomoda la remera para mostrar más
las tetas, dándole con el codo a su vaso, que se vuelca sobre las piernas de su
amiga, que la putea y empieza a limpiarse el cuba libre con servilletas, sin
dejar de mirar el espectáculo. Marisa está empezando a sentarse y el stripper
se corre un momento de su trayectoria, y la luz que su figura tapaba se le
viene toda encima a ella. Se congela un momento y se da cuenta que está
haciendo el ridículo, para risa de las seños que aúllan y chiflan con dos dedos
en la boca, ya bastante borrachas. Ella también. Se siente lenta, acompasada
con la música.
El show recién empezaba con el cambio repentino de orientación
de la luz sobre el stripper. En realidad ahí, bañado de luz blanca de repente,
empezaba la performance, con una mano en el ala del sombrero. Esa postura marcaba
en la camisa -de botones a presión y no con ojal, como notó Marisa corriéndose
por un momento de la fascinación colectiva- la perfección de los brazos y
hombros, crecidos desmesuradamente en bíceps, tríceps y pectorales que peleaban
por mantenerse pegados al hueso que les servía de ancla. Estallaron las mesas
en chiflidos y grititos agudos, exagerados.
Seguía sin alzar la cabeza de modo que su cara todavía
quedara oculta por la sombra del sombrero, pero había empezado a revolear un
poco los brazos y a dar unos pasos en el lugar, mientras se mueve siguiendo el
tempo cadencioso y abrupto del blues. Éste subía, la voz de negro que cantaba
alcanzaba la cima antes del estribillo y la rutina llevaba las manos a
súbitamente arrancar la camisa -por eso lo botones a presión, claro- y a mirar
al fondo del boliche, al horizonte del boliche donde quedaba la barra y la
puerta de salida. Estaba maquillado, le brillaba la piel. Pero tenía los ojos
celestes, la nariz perfecta. La mandíbula cuadrada era una caja preciosa de
dientes blancos. Bajó la vista, tirando la camisa al piso del escenario, y fue
recorriendo con la sonrisa a cada una de las chicas en la primera fila.
Marisa lo vio llegar, lo vio transformarse en algo conocido y enterrado en el
fondo de la memoria. Vio el rompecabezas que se terminaba de armar, la última
pieza en su lugar al momento de pasar justo por donde estaba ella sentada:
Mario estaba ahí, igual.
Joven, perfecto; trabajado para que cada línea y curva de
su cuerpo se viera, se entendiera. La lógica de los musculosos se basaba
en que no quedara nada sin definir y él vivía para eso en el gimnasio del
barrio donde Marisa iba hacía 15 años. Estuvo yendo dos meses nada más, Mario
fue su único revolcón extramatrimonial y por la culpa que le daba dejó de ir.
Pero ahora estaba ahí, ese mismo Mario de los noventa. No había sabido más nada
de él, se transformó en un ideal del cual dependían las realidades imperfectas
del día a día con Ricardo. No podía ser él mismo, él igual, el tiempo hace cosas
terribles en los cuerpos de la gente, es inevitable. Sentía que de ella no
quedaba nada que estuviera emparentado a la imagen de Mario encarándola
mientras corría en la cinta, o rodeándole la cintura de esa época con su enorme
antebrazo cuando entraban al telo a dos cuadras del gimnasio. No era posible
que una persona sobreviviera al tiempo de esa manera, como si no hubiese
vivido. Buscó a ver si era otro, pero no, era lo mismo, no había dudas.
Mario había quedado suspendido, guardado como un cofrecito adentro de muchos
otros, imposibilitado de oxidarse, pudrirse, mitigarse, despintarse, apagarse.
Ahora se arrancaba los pantalones de vestir falsos con un
tirón del velcro y todo en su mismo lugar, era insoportable. Se acalambró
de tener tan tensionadas las piernas, dió un salto de dolor y sus amigas lo
interpretaron para otro lado.
-¿Qué pasa Marisita, te calentaste? ¡Cómo me gustaría
garcharme a esta bestia, por favor!-, y Karina gritó algo incomprensible entre
el griterío.
Cuando Mario terminó con el sombrero tanguero en la pelvis
y el slip turquesa de vinilo volaba hacia una de las mesas de cincuentonas,
Marisa se levantó desorientada y se fue al baño. No estaba excitada, no estaba
nada. No estaba. Entró a uno de los inodoros, intentó hacer pis y no pudo, no había
nada adentro de ella. Se miró al espejo sucio, le pareció que se había pintado
de más, se asqueó. Jony se habría acostado sin lavarse los dientes, apagando la Play a velocidad supersónica
y tapándose rápido para que Yanina, su otra hija, no se diera cuenta. Lo hacía
siempre, era tan obvio, pero Marisa se hacía la que no había escuchado para
evitarle el mal momento.
Apenas salió del baño se acordó de las chicas, las había
perdido. Ya habían abierto la puerta principal y estaba entrando la gente que
venía después, cuando Vinicius se hacía boliche. Del pasillo de los baños pasó
por la barra y no las vio, así que subió por la escalera al entrepiso, que
ahora le dicen vip. Entre los silloncitos y mesas bajas había otros strippers y
minas gatunas, que la miraron sin interés. Al lado de la barra de arriba
estaban los otros baños, se acercó por mirar, sin mucha esperanza. Se quedó
peleando con el celular al lado de una puerta, a ver si lograba mandarle un
mensaje a alguna de ellas, pero le tocaron el hombro:
-Acá estás, linda. No aparecías por ningún lado, te estuve
buscando en cuanto bajé del show. Acompañame-. Mario tenía un pantalón suelto y
una musculosa y Marisa se bloqueó, sin entender cómo era que estaban entrando
en los reservados.
Abrió la puerta temblando y con el corpiño suelto. Había
acabado tan intenso que se asustó y se separó de él, se vistió rápido y salió
de los reservados, con un gracias a media voz antes de cerrar de un
portazo. Pisó el suelo mojado del vip y se acordó que tenía los zapatos en las
manos, así que se sentó en la barra. El barman hablaba con otro tipo, de
camisa blanca muy abierta y collares de oro. Pidió un vaso de seven up y se
terminó de acomodar discretamente el corpiño. La voz de Mario volvió a
aparecer, ahora desde la barra, pero sonaba descuidada, medio afónica, envuelta
en olor a cigarrillo negro.
-¿La pasaste bien Marisita? Este pibe es una bomba, me hace
acordar a mí cuando era más pibe. Siempre se van contentas las chicas con él,
nunca me falla. Igual no te preocupes que no te va a salir nada eh, es un
regalito de parte mía. Te vi en la fila con tus amigas, ¿cómo andás tantos
años?
Tardó no más de media hora en hacer las veinticinco cuadras
hasta su casa. Jony ya estaba dormido de verdad, por suerte.
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