lunes, 31 de octubre de 2011

El distinto

Todos los jueves a las nueve de la noche, en la cancha paralela a la vía del Sarmiento y a la calle Yerbal, Barcelona y Real Madrid ocupan el turno más importante de la jornada de El Campito. Rueda la pelota por las suelas de botines para pasto sintético, aunque no es el común de todos los jugadores. Carlos Martínez, gordo arquero de la Casa Blanca, calza unas Converse de última. Su fuerte son los achiques que se transforman en arrojadas de costado, tapando la definición abajo, en una postura muy similar a la del lobo marino durmiendo. "Jugué de arquero al hockey muchos años en Pilar", se define. Si no fuera por la dupla central Titi-Pedro, tipos duros, pesados pero tiempistas, el Gordo Martínez tendría que hacer muchas veces esos cierres a los delanteros del Barça.

La semana se organiza alrededor del clásico de los jueves. El viernes inmediatamente posterior es el tiempo de  las cargadas vía mail interno (fotos trucadas con Paint incluidas), los diagnósticos ad hoc de cada lesión o resentirse de cuádriceps y gemelos, el almuerzo amistoso entre ambos planteles para recomponer los roces de ayer. Se juega fuerte los jueves, cada pelota vale oro. Tal vez más que eso, vale el derecho a joder quirúrgicamente al otro de 9 a 18.
El fin de semana borra casi todo vestigio de rivalidad. Los pocos que se juntan fuera de la oficina salen a la noche, hablan de otras cosas, son amigos o no tanto. Los que tienen familia son padres o están tratando, llevan a sus hijos al cine, lavan el auto, hacen asados o comen pastas los domingos, duermen implacablemente la siesta que les impide el trabajo. Pero por dentro resuena un pálpito que emana del jueves que viene, que se acerca cada vez más nítido. Miran el pronóstico extendido, a ver si llueve y se suspende. El Colo Fessia, mediocampista malo y morfón del Barcelona, recuerda mientras mira un embole de película romántica con su novia el majestuoso caño que le propinó Miguel Rinaldi, el de Contaduría, flaco y gambeteador pero con un pulmón menos en cada pique, por los 30 cigarrillos diarios. Al Colo se le tensa la mandíbula con la sensación de la pelota construyendo una obra de ingeniería entre sus piernas. Ya está, ya se metió en partido.

Llegado el lunes no hay mucho comentario alusivo, todos están muy en lo suyo, qué bajón es lunes, lo típico. Se niegan un poco, no pueden arrancar desde ese día con la previa. El martes sí, ya se pueden ver a los dos hemisferios creativos del Real, Marcos y Sergio Caruso (no son hermanos, se dió la casualidad de compartir apellido, talento y lado de la cancha) hablando con sendas tazas en las manos, cortando la mañana para recordar lo que salió bien y mal el jueves pasado. Los otros cuatro jugadores del equipo en general se limitan a escuchar de lejos lo que dicen, a lo sumo el Gordo se acerca para opinar respecto de algún gol que se comió, pero no pasa de ahí. Rinaldi hace lo que le dicen mientras el oxígeno le llega al cerebro, Titi y Pedro funcionan como binomio -es un caso rarísimo de simbiosis, sus escritorios se enfrentan, comparten tareas, se entienden de memoria y saben las limitaciones técnicas y físicas de cada uno a la perfección-, Carlitos Giménez, el verdadero patadura de blanco, siempre está hasta las manos de trabajo así que nunca se entera. Es tácito el acuerdo entre ellos: Giménez está porque en Contaduría no hay más hombres, después son la gerenta y su secretaria, Jimena. Tuvo su touch and go con Marcos, pero ahora toda la empresa sabe en silencio que sale con Alexis, el elástico y fachero wing del blaugrana. La joven y endiosada ("demás", dicen las chicas de Administración) Jimenita es el punto débil de Contaduría. Volviendo a las cavernas, el instinto les dice que de la tribu de enfrente les están robando a la hembra -la gerenta no entra en la discusión, ya no tiene ni un atributo para entrar al menos en la categoría Le Doy-.

El rejunte estilo Resto del Mundo que integra el Barcelona es una singular acumulación de talentos desperdiciados. Tal vez por ser de distintas áreas, o por ser de diferentes edades, o por ser todos egoístas profesionales, juegan horrible y siempre terminan a las puteadas. Sin embargo el historial viene parejo entre ambos equipos. La primera hoja A4 impresa hace ya un par de años está amarillenta y ajada, con los casilleros de Excel completados a mano cada viernes. Algunos resultados están borroneados y escritos arriba, efectos de matches polémicos. Por regla general, el fútbol entre amigos pareciera no depender de un árbitro; digno de la tradición romana, la ley vive en cada uno de los jugadores. Al menos, hasta que hay una falta adentro del área, o un revoleo de planchas no del todo claro. En general, los que vienen jugando desde siempre son los que tienen la última palabra, desde los inmemoriales tiempos en que hasta jugaba Marcelo Morlaco, ¿te acordás de Morlaco?, dice y marca demás la erre de Morlaco el cincuentón Claudio Mirante, último hombre de Barcelona. Otra convención: es el gerente de Administración, o sea que, traspolando la autoridad de lo laboral a lo deportivo, lo que juzga él termina la cuestión. Hace dupla con su discípulo, el semi chupamedias Federico Seeber, chico bien de San Isidro que vive tapando los abismos que el Mariscal Mirante deja en la cueva, al final de la que está el Loco Medina, arquero volante/volador que de joven vió mucho a Gatti -ya es lo suficientemente viejo para hablar de cuando era joven-. Alexis Bendersky, 25 añitos, blue-eyed y con corte de pelo estilo jugador profesional, tiene su hábitat junto a la raya lateral como su ídolo Rodrigo Palacio y alterna buenas y malas comunicaciones con Horacio Prieto, la Tanqueta, definición de nueve de área en decadencia, una especie de último Elvis sin jopo pero con el mismo magnetismo negativo. Gran delantero de espaldas al arco, pero sólo de espaldas. Zurdo, demasiado zurdo tal vez, siempre le pasan cosas graciosas cuando define. Tira una masita para que embolse el Gordo pero su botín se clava en un ángulo, o la pica con clase sobre el arquero al que descubre adelantado y también sobre la red de contención de El Campito, metros por encima del travesaño, y el empleado tiene que ir corriendo hasta el terraplén del puente que cruza el descampado del Sarmiento entre Yerbal y Avellaneda para que no se roben la pelota. Completa la nómina el mencionado Colo Fessia, enlace trunco entre defensores y delanteros, porque no puede evitar levantar la cabeza con pelota dominada y ver espejismos de golazos propios ante sus ojos, y el primo de éste, el Vincha Diego, por la ridícula vincha de toalla que usa, extremo contrario a Alexis, encarador y de buen pie, pero extremadamente calentón. El Vincha siempre es el primero en putear a su propio equipo, empezando por su primo Colo y su costumbre de jugar solo, con la mirada clavada en los gajos que ruedan. 

Barcelona juega con otro esquema táctico, si es que lo tiene. El Real se para con un 2-2-2 que se mantiene dignamente todo el partido. En cambio, el 2-1-3 mutante del Barcelona es fiel reflejo de su plantel. Todos al ataque cuando recuperan la pelota en los primeros 15 minutos, cuando hay más aire y se puede bajar para contener las contras mortales de los Caruso; desbandada y hasta un exceso de heroísmo en la última media hora. Se comportan con el desorden de las hormigas rojas alrededor de su nido. Corren pelotas inevitablemente largas como desesperados y se aplauden con exageración por el esfuerzo entre el emisor y receptor del pase, se sacan la pelota unos a otros sin querer, exageran las faltas, en general son más tramposos. Ojo, el deforme malón que plantean pone en aprietos al Real de vez en cuando, porque éste tiene de facto un jugador menos o en contra (dependiendo cómo venga ese día) en Carlitos Giménez. Ya definido por sus compañeros como cono vestido, espantapájaros, muerto de hambre en su extrema sinceridad, Carlitos es un agujero negro en el verde y artificial césped.

El miércoles anterior a ese memorable partido transcurrió dentro de lo habitual salvo por un hecho importante: la Tanqueta Prieto se contractura la espalda jugando al pádel con la mujer y unos amigos y queda descartado. En estas situaciones siempre se consigue un reemplazante externo a la empresa, algún amigo o primo que cubra el puesto. Pero dada la inminencia del jueves y un designio del destino, nadie de los 12 jugadores sabe a quién atenerse, todos los candidatos se borran y peligra el equilibrio. No es que la falta de Horacio gravite tan decisivamente en el trámite del partido, porque el factor Carlitos hace que sea un partido parejo incluso con él en cancha. Pero ya así rengos, la seriedad que el miércoles impone, esa cuenta regresiva que cada cual siente ante el jueves sagrado, hace considerar inesperadamente al pibe que entró hace poco en Mantenimiento, Maximiliano Quispe, boliviano flaquito de hombros tan poco separados por el cuello y el torso que parece apresado todo el tiempo con una faja. Es lo menos atlético que existe en la oficina (eso dicho teniendo en cuenta el promedio de panzas que afecta a ambos planteles) pero es hombre y parece, dentro de lo poco que habla en una voz aflautada y con el acento de los recién bajados del Altiplano, que le gusta y juega al fulbo. El tema es que vive recontra lejos, en San Justo o pasando, porque dice que tiene que tomarse el 55 hasta que termina y de ahí otro más hacia los recónditos fines del Gran Buenos Aires. Está preocupado por la hora a la que va a llegar a la casa, al otro día tiene que estar a las ocho en la oficina. El Mariscal le promete gestionarle una entrada más tarde con su jefe, no te preocupés Masi -Mirante, a pesar de su jerarquía e importancia en el entramado de la Administración no puede esconder un acento nac & pop inconfundible-, yo lo hablo a tu jefe y entrás a las nueve y media. Saldadas las dudas del muchacho, le consiguen una truchísima 10 del Barcelona comprada sobre Florida y le recuerdan que se traiga las zapatillas y los cortos mañana desde la mañana.

A minutos de arrancar el partido, en una noche medio nublada, llega al trote Maximiliano a la cancha, con un botinero bajo el brazo y la camiseta ya puesta, hecho que sus compañeros de equipo ven con gestos de aprobación. Empieza la ficticia entrada en calor que consiste en patear de media distancia al arco de a uno por vez, mientras los que se acuerdan elongan simbólicamente o mueven las articulaciones un poco. Se paran cada uno en su zona, Real Madrid-Barcelona, Barcelona-Real Madrid en otra noche de fútbol íntima y amateur en el centro de Caballito, en el centro geográfico de Capital Federal, en el centro económico-político de la Argentina, el centro mismo del mundo y, porqué no, del Universo. Es fútbol, no importa nada más por la próxima hora.


Los pocos que presenciaron el golazo del pibe de Mantenimiento como mínimo dijeron esa misma palabra en voz baja, golazo, y no por ironía. Salió sincero e involuntario de las gargantas de todos, hubo quienes lo gritaron más, como Alexis que fue testigo privilegiado, porque corrió al lado de Maximiliano todo el trayecto desde mitad de cancha, esperando un pase o al menos una pared. De ninguna manera se esperaría un arranque así, dado que el enjuto 10 trabó y sobrevivió a la pelea pierna a pierna con Sergio Caruso. Se le había ido un poco larga la pelota, por lo que fue con los dos pies juntos a mantener la posición cueste lo que cueste, con esa impunidad que se establece entre el veterano y el que viene de invitado a jugar, que en el extremo caso de que se quejara por el pisotón y posterior vuelo inercial, recibiría un comentario del tipo: "Acá se juega así capo, si no te gusta andá a jugar al vóley acá al lado a Ferro".  Pero no fue el caso. Caruso S. trabó y fue como trabar contra un tanque de guerra. Se fue un poco para adelante, tropezándose con la pelota que había frenado en seco cuando llegó el botín talle 36 de Quispe. El de blanco se derrumbó sobre el hombro del 10, que con fuerza inesperada sopesó la embestida y dejó escapar la primera de las sutilezas que 10 segundos después culminarían en el leve moverse de redes del arco del Gordo. Digamos que luego de recibir en toda su humanidad a Caruso lo dejó que resbalara prolijamente sobre su torso, mientras adelantaba el hombro para esquivarlo, y salió dominando la redonda, justo en mitad de cancha.
Nadie supo jamás si era zurdo o derecho. Era lo mismo, no hubo tiempo de nada. Las zancadas parecían no pisar el pasto; si lo hicieran serían como una imperfección. Justo el otro Caruso, Marcos, había quedado en su cancha por haberlo corrido al Colo Fessia para recuperar el balón, sabida su preferencia por la autogestión. Maximiliano, pelota y pie un solo elemento, bailó gambeteando con un amague bien brasilero a salir por derecha, para a último momento dejarla ir larga a la izquierda, lo que dejó al nueve del Madrid hundiendo en el aire los Penalty de tapones cortos. Esa pelota obligó a Rinaldi a usar lo poco de aire que le quedaba para cortar al pibe, pero éste se recuperó y giró sobre la pelota alternando los pies, cambiando de dirección de vuelta al centro y petrificando al monumento a la Nicotina que tenía delante.
A cada paso de Maximiliano la vibración de la esperanza iba en aumento. Es eso que logran los golazos: una densidad tal que anticipan su importancia para quien lo presencia, se adelantan a su culminación para que la sensación de plenitud, de belleza sea mayor. En el caso de ese día, ya sería pasto de conversaciones para el resto del mes la pelota perdida por los Caruso. Carlitos Giménez, en pleno ataque de invisibilidad futbolística, lo vió pasar en velocidad a Maximiliano como si no tuviera nada que ver. Ya enfrentado a la dupla defensiva merengue, la obra maestra empezó a completarse. Para ese momento en que Titi y Pedro empezaban a salir juntos y al mismo tiempo escalonados, para achurarlo en caso de ser necesario en dos etapas, ya habían surgido los gritos velados de aliento que se escuchan después de cada buen movimiento. Fueron reaccionando los del Barcelona con algún Ooole y ¡Buena, Maxi!, que en boca del Mariscal se fue repitiendo y transformando, parado cerca de su área, desde donde veía el periplo del intenso joven boliviano hacia la eternidad. Del primer ¡Buena, Massi! al último grito de gol no transcurrieron más que instantes, pero su instinto estético lo obligó a ponerle unas notas de emoción en las que se quebró la voz masculina y desprovista de eses finales. Massi encaró a los esbirros con una naturalidad insospechada. Ante la asesina zancada de Titi a media altura buscando muslo, llevó de pie a pie el balón, de zurda a derecha y sin bajar la velocidad se fabricó una pared consigo mismo tirándole un discreto pero efectivo caño a Pedro, mientras esquivaba la mole blanca por afuera del pasillo mortal que le propusieron.
El final a toda orquesta, la firma de autor, lo que realmente ninguno de los que vieron el golazo alcanzaban a imaginar en medio de tanta idealidad deportiva, fue la definición. El Gordo Martínez salió proyectado aparatosamente hacia adelante, practicando su achique Mundo Marino, confiado de que el pibe no conocía su arma secreta. Indiferente total, el distinto centrifugó con una bicicleta saturneana la pelota por detrás de la espalda y la envió hacia arriba y adelante, saltando la tapia de grasa del arquero burlado, para aterrizar a escasos centímetros de la línea de gol y acompañarla con la vista hasta el fondo del arco. Un tipo que paseaba al perro por el terraplén del puente lo gritó de lejos, lo que hizo que los 11 jugadores restantes volvieran a sí mismos. Un milagro había ocurrido y ahora la vida seguía. Un millón a cero ganaba el Barça.

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Hablando con el Gordo unos años después, me cuenta que el partido en sí duró no más de 10 minutos, porque se largó una llovizna finita después de la genialidad del pibe Quispe y siguieron jugando medio atontados, tanto que el Mariscal pisó mal queriendo anticipar un pase y se resbaló, recargó todo el cuerpo sobre una sola pierna y se rompió los ligamentos; tuvieron que suspender para llevarlo a la guardia.
Cortaron con los partidos por un buen tiempo, porque reemplazar al Mariscal era para todos como una traición, por más que fuera cada vez más desastroso su nivel. Aparte con la lesión se le vinieron los años encima, y ese fue el tiro de gracia para los clásicos. Habrán llenado la hoja A4 dos o tres veces más y después todos empezaron a poner excusas, a buscar obligaciones para los jueves a la noche. El vacío que había generado la obra de arte de Quispe dejó huérfana de intensidad a la tradición, porque Maximiliano a la semana siguiente desapareció de la empresa sin avisar, no vino más. Al mes de no saber nada lo dieron por renunciado y para muchos fue como un alivio, todo lo sucedido ese jueves terminó mitificándose y por tanto siendo algo dudoso de creer. A partir de ahí se comentaba en el horario de almuerzo como una anécdota más, como un rito iniciático entre los empleados nuevos hombres, ante la primera charla fulbera que surgía. Entonces el golazo, fuera de toda lógica y posibilidad para ese nivel y ese Barcelona, es algo recordado incluso por quienes no lo vieron en su realización. Yo entré más tarde a la empresa y se habían desarmado los equipos, Rinaldi había muerto de un infarto previsible, Titi y Pedro iniciaron juicio -simultáneo, obvio-, los demás ascendieron o se fueron yendo. Compartí con el Mariscal su último mes antes de jubilarse, en el que ya estaba más allá del bien o del mal. Yo mismo continúo esa tradición de relatar el golazo del Masi Quispe porque es lo que, a fin de cuentas, mantiene el lazo social adentro de la oficina. Ahora están queriendo organizar un partido para la semana que viene, algo bastante informal, pero todos sabemos que no es más que un volver silencioso a esa tradición, a la expectativa de un nuevo milagro de entresemana, una genialidad que al menos por un instante corra el foco de nuestras aspiraciones del principio de mes y los aguinaldos. Un salto de calidad, un jugador distinto que nos reúna bajo un mismo -y nuevo- mito fundacional.




lunes, 24 de octubre de 2011

Crónica Laboral

El vacío de un lunes sin sorpresas, la recorrida por los mails en los que no entra nada de nada, sólo el marketing que se acuerda de vos. Prender la radio de la sala de espera y que vaya subiendo de a poco la luz miserable que entra como puede, de rebote en las paredes que forman el pulmón de un edificio viejo. Aspen, siempre Aspen 102.3, porque no se sobrevive a una mañana con Ricky Martin y Juanes. Está la satisfacción de que ya esté todo hecho, nomás faltan los protagonistas y el día empezó, pero hay una nota amarga que viene de atrás de la lengua y seguro tenga que ver con lo difícil que es digerir los domingos como este último, puro pastas, resaca y a votar.

Es como si nada hubiese pasado, como si no ocurriera la Historia. Podría ser cualquier momento, podría ser un consultorio en agosto de 1997, en Montevideo. El tiempo total, el de las grandes cosas y personas no impacta en los tiempitos particulares de cada crisis de angustia, brotes psicóticos o simples neurosis boludas que atraen a la clase media y alta a atenderse acá. Muestra de eso es que nadie pregunte o siquiera ironice un mínimo acerca de la elección de ayer. Tal vez sea la vergüenza de haber votado el mal menor, o algo así, que le dicen.

Los muchachos que están refaccionando el tercer piso no creen en el psicoanálisis, claramente. Trajeron algo así como una sierra eléctrica para cortar paredes, porque el ruido hace que tiemble todo y que yo envidie a los que trabajan en Aeroparque al lado de las turbinas. Los bonos de atención pendientes sobre el escritorio miran de reojo, no entendiendo muy bien la inoperancia de las manos.

Suena el teléfono una vez y no levanto el inalámbrico. Por el timbrazo sé que no es para mí. Es la gente desesperada, pacientes que no pueden venir, que se quedaron sin medicación, que necesitan que les manden la emergencia a la casa. Se les cae el mundo encima y no atiendo, no es el horario de atención telefónica todavía. 

Tocan el timbre, entra el lunes en una señora de muchos años que no se acuerda el nombre de la doctora a la que va hace meses. Llegó dos días temprano al turno. No, no se puede atender hoy. No, no hay manera señora. La historia clínica la tiene otro doctor, no va a poder verla nadie. Por favor, discúlpeme usted. Hasta luego, suerte.



Welcome my son/Welcome to the Machine


miércoles, 12 de octubre de 2011

(Otro) El Fin


Rompió todas las cartas y se echó a andar por el puente, que es uno más de entre todos esos puentes que cruzan el río tan nombrado, en la ciudad ésa tan renombrada y recomendada, visitada por turistas con cámaras fotográficas incansables.

La hubiera gustado poder leer esto sobre sí mismo. No estaba allí, no realmente, pero de alguna manera estaba más allí que donde en verdad estaba. ¿Por qué? No es muy relevante: él necesitaba alejarse, no estar donde y cuando estaba en ese momento. Por lo tanto forzó su mente y creó esa ciudad, se rodeó de ella, empapeló la realidad con otro lugar más estúpidamente literario. Tal vez la única razón de ese escenario imaginario era que él necesitaba contarse algo así como un cuento de lo que le estaba pasando, para lograr lo que la cotidianeidad no puede, es decir, ser sublime, omitir lo contingente, lo anecdótico del recordar hasta en cuántos pedazos rompería las hojas y de qué manera caerían a ese río sucio que era muy ancho para cruzarlo en puente, por lo que la naturaleza lo había dotado con la capacidad de ser tan bajo que era posible, a veces, atravesarlo a pie, caminando por sobre los sedimentos que todo un subcontinente junto despachaba allí. Ese río híbrido, aburrido de que lo comparen con el café con leche, no era equiparable al río cruzando la literaria ciudad, ese capricho de los poetas que intentando ser geógrafos, la describen y la describen y la desnudan de realidad para dejarla bella, bohemia, europea, cosmética-cosmopolita, perfumada de frivolidad, hastiada de elogios absolutamente vanos, pero ciertos. Nunca había estado allí, pero estaba en la ciudad que el momento necesitaba.

 Se acercó a la baranda de lo que fuera sobre lo que estaba parado. Con cara de chico que se pone serio para parecer más grande, rompió ceremoniosamente los sobres, con la astucia suficiente como para lograr que las cartas fueran cayendo desde dentro de los pedazos de sobre, dejando ver la letra que le gustaba, que conocía y reconocería aún hoy, luego de tanto tiempo. Era, para ser sinceros, una última hojeada a esas cartas antes de que el río europeo o sudamericano se las llevara hasta las redes de contención de basura. Imaginó la tentación -se tentó- de ir a rescatarlas, de buscarlas revolviendo entre la mugre del río. Quiso ir hasta las redes al punto de que casi sintió la voz de esos oficiales de prefectura que hablaban una lengua que apenas conocía, pidiéndole explicaciones que no podría responder ni aunque fueran enunciadas en su propio idioma. Volviendo a sí mismo, apresuró la destrucción haciendo trozos más pequeños para no poder leer ninguna frase ni palabra.

Sintió asco en la boca y una molestia en el estómago; el sol bajaba y todo lo que daba de luz era belleza incontestable. El vértigo se le amontonó unos segundos, no quiso hacer el ridículo cayéndose. Arrojó el último pedazo y se dio vuelta para echarse a andar por el puente, o por la costanera. El sol seguía bajando imperceptible y constante; la tinta, al contacto con los carburantes que contaminan el río, se disolvió en poco tiempo. Saliendo del puente, decidió averiguar en qué ciudad estaba. No se sorprendió.

jueves, 6 de octubre de 2011

Betty

Una señora mal psicoanalizada
un cortado de máquina italiana
un marido ausente y héroe
una amiga muda, cómplice
y mi sordera que no sirve

qué me interesa tu último quince
las rosas que te mandaba un inspector
tu shenshibilidá
tu condena de ama de casa
tu necesidad de darte importancia

no podés parar de hablar
Betty, no fuiste nada, por dios
no puedo leer no puedo pensar
Betty, sobre tu parto no
Betty, no te creo nada:


"Yo, Betty, soy más que el nacimiento de mis hijos."

lunes, 3 de octubre de 2011

Amenaza de lunes

"...es el Chaplín de la semana."

El lunes nos mata, mi amor
la cortina de sol que baja
y tu definición del domingo.
Venimos mal, mi amor
se rompen cosas en nuestras manos
y es por pura fiaca que ahí quedan
sin besos reparadores ni pegamento.


Sin volar de fiebre
sin sangre que llorar
considerémoslo, mi amor
nos dejamos para otro momento
probemos más tarde.
El crepúsculo, mi amor
aparece el lunes muerto
como un zombie, hambriento
muerde y nos deja fríos
juntos
en brasas blancas.


Corramos, mi amor
hagamos la siesta en tu cama
que llega solo todo eso
pero ahora estás relejos
es lunes sin dudas, mi amor
y es lo mismo, es igual
goteo esperanza y me duelen los pies
ahora estás pinchando para salvarnos
y yo escribo para los dos.