jueves, 23 de febrero de 2012

La educación de Once


Es bastante irónico que justo en Once (de septiembre, del Maestro) sea donde se dan últimamente los sucesos trágicos que hacen que se replantee la forma en que se vive. En Once se educa a los golpes, pero no se aprende, por lo visto.





viernes, 17 de febrero de 2012

Capítulo 2: Explicación a medias en Parque Chacabuco


Para quien lo conozca, el Parque Chacabuco no implica mucho preámbulo. Para quien no lo conozca pero sí viva en Buenos Aires, imagínese una plaza cualquiera antes de las reformas modernosas del macrismo, pero más grande y cruzada por la autopista 25 de Mayo, arteria elevada sobre pilares enormes, bajo la cual existen instalaciones deportivas y espacios de almacenamiento bastante sumarios. Y si acaso nada de esto sirve porque nunca estuvo ni estará en esta ciudad, es a grandes rasgos un parque en un barrio no tan concurrido a media distancia entre el centro y el campo.

Llegué al trote, apurado porque de la emoción del día anterior no había puesto la alarma y me desperté sólo 15 min. antes de la hora pactada. Aira estaba elongando de manera ridícula, con las piernas abiertas como una jirafa que toma agua y llevando ambos manos de un tobillo al otro. Estaba vestido como el día anterior (salvo el piloto), pero se había puesto zapatillas deportivas (bastante caras) y una vincha de toalla a lo McEnroe a mitad de la frente.

Lo saludé faltando pocos metros para llegar a él, y mientras me sonreía dijo en voz baja: -No te des vuelta todavía. ¿Te diste cuenta de que te estaban siguiendo?-. Miré sobre mi hombro y no vi nada, así que disimuladamente (no logré ser muy disimulado, pero hice el mayor esfuerzo) y mientras le decía alguna estupidez sobre el clima, fui girando sobre mi eje para mirar hacia la avenida Eva Perón. Nada sospechoso: un señor paseando al perro, dos monjas pasando por la vereda de enfrente del parque tomadas del brazo. Dos monjas, dije, no tienen nada de... Dos monjas, claro.

Hablando sin mirarnos, sin sacarle los ojos de encima a las hermanitas, por fin tuve un rapto de inteligencia y le dije, sorprendiéndome de mi poca perplejidad: -Vine al trote desde casa, no pueden haberme seguido el ritmo. Son de la Misericordia, no?-. A lo cual Aira sonrió y aclaró: -No, son de otro convento acá cerca. El tema es que si te siguieron, las cosas que te iba a contar más vale decirlas en otro lado, tecnológicamente nos sacan ventaja.

Me llevó hacia el centro del parque, por los senderos de ladrillo picado, en dirección a la autopista que a esa hora de la mañana -ocho y media- no tenía tanto tránsito. Nos paramos justo en el pasillo que comunicaba las dos mitades en que quedaba dividido el parque por la 25 de Mayo, entre dos canchas de pádel. El ruido de los autos que pasaban por encima nuestro llegaba extraño, y se mezclaba con la vibración del subte que cada tanto pasaba por debajo. 

-Acá no van a poder registrar lo que estamos diciendo, porque el concreto interfiere con los receptores que tienen en los oídos-. Cada tanto, durante toda la conversación, Aira se asomaba para identificar a los que paseaban por el parque, con una expresión de atención, aunque no tan preocupado y ceñudo como el día anterior. Parecía que en esa mañana de sábado las cosas estaban un poco más claras (para él, porque yo seguía mudo de incredulidad, no frenaba a pedir explicaciones porque no parecía haber tiempo para eso).

-¿Son robots, como la señora del otro día? Perdón por estar preguntando tanto, no sé ni para qué necesitás que esté yo acá.

La pregunta, otra vez, lo aflojó de esa tensión constante que con sus ojos pequeños vigilaba alrededor: -Tenés razón, y te pido perdón por ser tan parco en palabras. Estoy teniendo que desconfiar mucho de todo a mi alrededor, no puedo bajar la guardia. No estamos -dijo estamos, no estoy- hablando de gente normal y bien intencionada, son psicóticos con mucha plata para gastar, monos con  espadas samuráis, ¿entendés?. Y no tienen otro objetivo que hacer que yo siga publicando, que siga escribiendo, aunque eso implique destruir todo a nuestro alrededor. Sé que suena de loco de mierda, de paranoico, pero es que a mí ya no me sorprende tanto como al principio, cuando cambió la cúpula directiva de Emecé. Empezaron a desplegar sus tentáculos hacia todos lados, a mi editor no lo puedo contactar hace 15 días y sospecho que no lo voy a encontrar más. Obviamente, tanto poder de acción tiene que venir financiado y posibilitado por algo más grande que una editorial, por conocida que sea.

Pasó un camión por la autopista, debía ser uno grande con containers, porque hizo un ruido que estremeció toda la estructura.

Se me ocurrió que era todo un disparate, un pequeñísimo coágulo en el cerebro que dejó a este tipo que admiraba tanto hecho un desastre mental, que trastocó toda su psiquis y esto que estaba presenciando yo de él era el más triste y desolador ocaso, antes de que ese coágulo terminara de anegar el tránsito de la sangre a zonas más vitales. Lo imaginé convulsionando, sin anteojos, con su esposa (¿tendría esposa, hijos, familia, perro?) llorando de desesperación y no pudiendo marcar el número del SAME, que de cualquier manera no podría hacer nada.

Se ve que me siguió hablando mientras lo veía morir a todo detalle en mi cabeza, porque agarré la frase a la mitad:

-...en el convento de la Misericordia. No son como en las películas, totalmente artificiales. En el caso de las dos que te estaban siguiendo, son humanas aún. Desde chicas tienen un régimen de vida muy estricto en el convento, muchísima actividad física. No es para nada raro que te mantengan el ritmo cuando ibas corriendo. Y aparte las dotan de mucha tecnología, audífonos ultrasónicos, anteojos especiales, todo.

-César, ¡ahí están viniendo!-. En efecto, las dos monjas de antes se acercaban a paso increíblemente atlético para su apariencia, haciendo que la cofia flameara hacia atrás. Las caras eran de monja, inexpresivas y secas, con algunas arrugas que daban la pauta de que no eran jóvenes, sin embargo parecían gimnastas o bailarinas, porque marcaban los pasos de manera militar y entrenada. Era muy temprano a la mañana, pensé, y el parque estaba casi desierto, cerca de la avenida se veía pasar a alguno que otro corriendo por la vereda. Aira tuvo un momento de duda, amagó a buscar algo en el bolsillo (imaginé que el celular) y desechó la idea con un gesto de negación con la cabeza.

-¿Qué hacemos, nos plantamos? No me peleé nunca con nadie, pero tengo fuerza. 

-No, no pienso arriesgarme. Tengo una idea- dijo, y salió disparado sin previo aviso hacia la derecha, cruzando el parque en dirección a la esquina de Eva Perón y Emilio Mitre. Él también tenía un potencial físico inesperado, y me costó alcanzarlo. Aparte cuando arranqué a correr me resbalé con el piso de ladrillo picado y quedé gateando un momento hasta que pude hacer pie. Me raspé la rodilla bastante, pero no me di cuenta hasta pasado un buen rato.


Puedo afirmar pocas cosas de esos segundos angustiantes, pero lo que vi fue que una de las monjas se adelantaba para alcanzarlo a Aira, que se sacaba los anteojos para correr y apretaba el paso ya no hacia la esquina, sino que doblaba para correr paralelo a la autopista. Nunca supe si a mí también me seguía la otra, porque aceleré y me puse a la par de él, que corría ya desbocado y cansado. Llegamos a una puerta baja de metal pintado de verde, que parecía la entrada a uno de esos generadores eléctricos grandes que hay siempre en las plazas. Aira sacó nerviosamente la llave y abrió. En ese momento llegaba la primera monja, que se había enredado con las correas de un paseador de perros -milagroso- a unos 20 metros de donde estaba la puerta. -¡Entrá, dale!-, me gritó, pero no llegué a darme vuelta que la monja arremetía a toda velocidad, casi sin táctica, como queriendo inmolarse a lo kamikaze contra nosotros. Esta vez en un rapto de inconciencia -de varios que iba a tener en esa semana fantástica- pude encajarle un puñetazo con la mano izquierda, haciendo como un péndulo con el brazo y pegándole justo a la altura de la oreja. Me lastimé la mano, porque choqué con algo metálico, que resultó ser un audífono, el cual cayó al suelo chisporroteando sonidos entrecortados. La monja cayó desarmada y desvanecida, y me asusté tanto de verla tirada en el piso, tan monja plácida y cristiana, que no pude evitar paralizarme; Aira me agarró de la remera y me metió adentro de la puerta hacia la oscuridad, cerrando a tientas con la llave.

Nos quedamos los dos ahí, resoplando, apoyados en la pared de lo que una tenue luz al fondo y hacia abajo me indicaba que era un largo y profundo pasillo blanco que se internaba en el subsuelo del parque. Buscando aire para recuperarnos, le pregunté: -¿Y ahora? Me parece que voy a tener que ponerme algo en la mano porque me sale sangre.-
Aira se sacó la vincha de la frente y me la dió para parar la hemorragia. -Ahora tenemos que alejarnos, escondernos unas horas hasta que baje el nivel de alerta. Me acordé de este túnel justo a tiempo, por suerte. Vamos-, dijo y empezó a bajar hacia la luz.

Dudé de seguirlo, no me gustó nada la idea. La claustrofobia que nunca tuve, o al menos lo más parecido a la claustrofobia que alguna vez sentí, hizo que necesitara algo, una garantía, información precisa: -¿Adónde vamos, César?-.

-Al único lugar donde la Iglesia y la policía no entran nunca-, dijo por sobre el hombro -Vamos a Puán-.








miércoles, 8 de febrero de 2012

Para el Flaco


Decí que siempre va a estar ahí
en miles de discos miles de veces
mirándonos medio gaviota,  medio genio
sentado gesticulando una guitarra
tirando luces, brillos, medias voces

pero qué dolor que no sé de dónde sale
boca del estómago, boca seca
las muñecas tan sangrantes de llorar
de no entender porqué se caen al Cielo
porqué el desconsuelo tan hondo

qué haremos hoy los hombres tristes
los todos tristes que te estamos rodeando
te buscamos en palabras que nos diste
para que no te vayas así de pronto;
mejor quedarse cantando a tu salud eterna
de fantasma nuevo y siempre nuestro.

martes, 7 de febrero de 2012

Viajar, soñar, dormirse

                                                   
                                                   Bailar, mentir, desnudarse
                                                   tres formas de vestirse
                                                   de disfrazarse
                                                   Querer, gritar, reírse
                                                   una secuencia de tres pasos
                                                   para curarse por un rato
                                                   Cantar, correr, dominarse
                                                   frenar, pensar, cansarse
                                                   rodar, caer, volver a reírse
                                                   para curarse de los días
                                                   y las noches
                                                   de la ciudad con río-barro
                                                   que nunca nos soltará
                                                   no importa la risa y la fuerza;
                                                   buenos aires no perdona
                                                   pero olvida tanto a veces
                                                   que los viajes son exilios
                                                   vacaciones permanentes
                                                   de una semana, diez días
                                                   y a lo lejos la vemos cerca
                                                   brillante, sucia, deslucida
                                                   y late reclamándonos
                                                   ante los sueños
                                                   dejo todo, me quedo acá
                                                   que no son más que sueños
                                                   y duermen
                                                   hasta el próximo verano
                                                   en que rodemos, desnudemos
                                                   forcemos las rutas y el aire
                                                   y nomadicemos, escapemos
                                                   a paisajes de pantalones cortos
                                                   y cielo limpio
                                                   en el que dibujar otra mentira:


                                                   viajar, soñar, dormirse
                                                   rodando hacia tierras salvajes.



jueves, 2 de febrero de 2012

Hilos rojos

El amor
como es a veces
me deja pasmado, derrumbado en la silla
es una línea recta, un rayo
uniendo en una fiebre lenta y doble
urdiendo hilos rojos
que tiemblen
que rompan paredes
blandas ya de miedo
y entre tanto tejernos
enredarnos
necesito resistirme
decir que no puede ser
para asomarme y ver
espiándonos
revisándonos
oyendo la respiración al dormir

el amor como una nube de hilos rojos
haciendo un nido en cada uno de nosotros
para de a poco llenarnos
engordarnos
y dejarnos devorar.