Volver a parpadear y ser conciente de esa
bocanada de aire, que duele muchísimo. Venía bien, se había bancado un par de
trompadas indirectas y había dejado a uno con la nariz torcida, sangrando como
un chancho degollado. De la nada el estallido, pedazos de vidrio que pasaron
por delante de su vista que se fue apagando y, curioso, pensó que era lo mismo
que cuando en las películas alguien perdía el conocimiento, como un fundido a
negro progresivo, muy lento, mientras que seguían pasando cosas detrás de la pátina
gris cada vez más densa. Eso no lo pensó así de preciso, lo hizo como todos,
imperfecto, burdo, torpe como sus últimos pasos hacia adelante, hasta sentir el
suelo muy rápido y muy duro en su cara y chau, se cortó la luz. Así son los
botellazos a las 4 de la mañana.
Me recagaron a patadas, se dijo. El piso mojado le hacía mucha
presión en el pecho, escuchaba un chiflido agudo cuando entraba el aire a sus
pulmones. Los pulmones, los órganos. Me cagaron a patadas.
Preocupación por fin, pero distante, como si su cuerpo fuera algo sobre lo que
él tenía poca influencia, algo así como si hubiera encontrado el auto de un
amigo todo chocado. Estuvo muy quieto mucho tiempo con los ojos entrecerrados,
jugando a no ver bien, a ver sin hacer foco. Las luces de la calle, los autos
que pasaban de vez en cuando. A eso jugaba de chiquito, volviendo en el
auto de mamá a la noche, mirando por la luneta trasera.
Imposible fijar tiempos, a no ser por el
latido creciente desde algún lugar de adentro, como de la panza, pero que
repercute en la espalda. O efectivamente en la espalda, no es claro. Se
desconcentra rápido respecto de lo que piensa, y cualquier mínimo intento de
movimiento lo hace sufrir una barbaridad. La calle estrecha en la que lo
arrinconaron, después de que lo corrieran desde la puerta del bar, parece el
fondo de un cono lleno de sombras, y en la boca se pueden ver los autos que
pasan indiferentes y automáticos, sin vida adentro, sin agentes de salvación.
Ganas de toser, tos, dolor tremendo.
Miedo. Un miedo que surge desde la certeza de que se está mal, que se bordea un
abismo que jamás fue visto. La angustia se acumula con la primera bocanada de
sangre viscosa, que atraganta. Se atraganta, me atraganto tengo sangre
en la boca y mucho miedo y ganas de estar en casa. El mundo alrededor se
aleja, vuelve la sensación de separación y desconexión, pero ahora opera la
desesperación por comunicar, por sobrevivir. Gritar duele, desgarra lo ya roto
y maltrecho del envase. Cree ver unas piernas acercándose, pero ya es tarde, no
hay diagnóstico posible de recuperación, llora con esos sollozos mudos de quien
aprende cómo es morirse. Es un torbellino de posibilidades este momento, la
libertad lastima como las aspas de un helicóptero y revuelve los árboles y
papeles de cada posible decisión. Nunca fue tan importante cada palabra dicha,
cada elección considerada. Si todo termina en esos pocos segundos que le
quedan, desparramadas sus posibilidades por ese asfalto desparejo y sucio,
entonces el mundo se resume en cada bocanada de aire con gusto al hierro de la
sangre. El mundo parecía inabarcable hasta antes de correr y que lo encierren,
lo encaren de a varios y cobardes lo caguen a patadas; ahora está todo
concentrado entre la espalda y el pecho, desde la cabeza latente a los pies
desorientados. El mundo quedaba lejos y era enorme, pero ahora vibra
intolerable en su cuerpo. Basta, ahora entiendo la impaciencia de los
torturados, espera el último atragantamiento y el final inesquivable. Hay
unas luces que enceguecen a su alrededor, forma y fondo no se distinguen. Hay
una esperanza pero no puede identificarla en la marea de tos y temblor. Ya no
queda nada más que abandonarse.
-Pibe, ¿me escuchás? Te vamos a dar
vuelta, quedate quieto si me escuchás. Te vamos a poner el collarín, tranquilo
que ya nos vamos. ¿Cómo te llamás?
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