jueves, 19 de julio de 2012

El mundo en cada bocanada de aire

Volver a parpadear y ser conciente de esa bocanada de aire, que duele muchísimo. Venía bien, se había bancado un par de trompadas indirectas y había dejado a uno con la nariz torcida, sangrando como un chancho degollado. De la nada el estallido, pedazos de vidrio que pasaron por delante de su vista que se fue apagando y, curioso, pensó que era lo mismo que cuando en las películas alguien perdía el conocimiento, como un fundido a negro progresivo, muy lento, mientras que seguían pasando cosas detrás de la pátina gris cada vez más densa. Eso no lo pensó así de preciso, lo hizo como todos, imperfecto, burdo, torpe como sus últimos pasos hacia adelante, hasta sentir el suelo muy rápido y muy duro en su cara y chau, se cortó la luz. Así son los botellazos a las 4 de la mañana.

Me recagaron a patadas, se dijo. El piso mojado le hacía mucha presión en el pecho, escuchaba un chiflido agudo cuando entraba el aire a sus pulmones. Los pulmones, los órganos. Me cagaron a patadas. Preocupación por fin, pero distante, como si su cuerpo fuera algo sobre lo que él tenía poca influencia, algo así como si hubiera encontrado el auto de un amigo todo chocado. Estuvo muy quieto mucho tiempo con los ojos entrecerrados, jugando a no ver bien, a ver sin hacer foco. Las luces de la calle, los autos que pasaban de vez en cuando.  A eso jugaba de chiquito, volviendo en el auto de mamá a la noche, mirando por la luneta trasera. 

Imposible fijar tiempos, a no ser por el latido creciente desde algún lugar de adentro, como de la panza, pero que repercute en la espalda. O efectivamente en la espalda, no es claro. Se desconcentra rápido respecto de lo que piensa, y cualquier mínimo intento de movimiento lo hace sufrir una barbaridad. La calle estrecha en la que lo arrinconaron, después de que lo corrieran desde la puerta del bar, parece el fondo de un cono lleno de sombras, y en la boca se pueden ver los autos que pasan indiferentes y automáticos, sin vida adentro, sin agentes de salvación.

Ganas de toser, tos, dolor tremendo. Miedo. Un miedo que surge desde la certeza de que se está mal, que se bordea un abismo que jamás fue visto. La angustia se acumula con la primera bocanada de sangre viscosa, que atraganta. Se atraganta, me atraganto tengo sangre en la boca y mucho miedo y ganas de estar en casa. El mundo alrededor se aleja, vuelve la sensación de separación y desconexión, pero ahora opera la desesperación por comunicar, por sobrevivir. Gritar duele, desgarra lo ya roto y maltrecho del envase. Cree ver unas piernas acercándose, pero ya es tarde, no hay diagnóstico posible de recuperación, llora con esos sollozos mudos de quien aprende cómo es morirse. Es un torbellino de posibilidades este momento, la libertad lastima como las aspas de un helicóptero y revuelve los árboles y papeles de cada posible decisión. Nunca fue tan importante cada palabra dicha, cada elección  considerada. Si todo termina en esos pocos segundos que le quedan, desparramadas sus posibilidades por ese asfalto desparejo y sucio, entonces el mundo se resume en cada bocanada de aire con gusto al hierro de la sangre. El mundo parecía inabarcable hasta antes de correr y que lo encierren, lo encaren de a varios y cobardes lo caguen a patadas; ahora está todo concentrado entre la espalda y el pecho, desde la cabeza latente a los pies desorientados. El mundo quedaba lejos y era enorme, pero ahora vibra intolerable en su cuerpo. Basta, ahora entiendo la impaciencia de los torturados, espera el último atragantamiento y el final inesquivable. Hay unas luces que enceguecen a su alrededor, forma y fondo no se distinguen. Hay una esperanza pero no puede identificarla en la marea de tos y temblor. Ya no queda nada más que abandonarse.


-Pibe, ¿me escuchás? Te vamos a dar vuelta, quedate quieto si me escuchás. Te vamos a poner el collarín, tranquilo que ya nos vamos¿Cómo te llamás?

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