miércoles, 16 de noviembre de 2011

Crónica laboral: Sandra

Sandra viene a veces bien, a veces maso, pero siempre viene. Llega tempranísimo, vociferando que nadie le va a sacar el lugar porque ella está primera, me-cuchaste? Sandra, con sus ronchas en la cara, sus anteojos culo de botella y la vincha cortándole transversalmente la cabeza. La psiquiatra me explicó, después del primer susto mío, que a ella le siguiera la corriente, que es la más tierna de todas, porque es una nena, o algo así. 

Toca el timbre y se derrumba sobre la puerta, como si quisiera tirarla abajo, pero es porque se acuerda que no está andando bien el portero eléctrico y hay que hacer fuerza. Todos los martes la doctora Filippini llega tardísimo, lo cual genera que sus pacientes me puteen a mí, obvio, descargando la ansiedad por la falta de recetas en el pibe de anteojitos de la recepción, pero Sandra está tan tranquila, con su moverse constante como un péndulo raro, hamacándose sentada, sin tocar el respaldo de la silla, y a su vez moviendo las piernas al mismo ritmo del torso.

Llega vociferando como dije, 40 minutos antes del turno, y 1 hora diez antes de que llegue la doc, así que me grita que le dé el papel, porque para mí que le encanta que le pida que firme en la línea punteada. Ella lee en voz alta: Consentimiento del Paciente. Se acerca al mostrador inclinando la cabeza para leer miope, porque parece que los anteojazos -todos rayados- no sirven de mucho. Puedo ver las raíces canosas de su pelo, una nube violeta y roja de varios teñidos, y entonces creo que está mal que ella ande sola por la calle, se tome el colectivo hasta el Centro para verla a Maripía, como ella le dice a Filippini. Es muy agresiva, cortante y la imagen no la ayuda mucho con los prejuicios de Buenos Aires. Tiene algo de linyera, muy abrigada siempre con rompevientos de dos colores y pantalones de polar medio manchados, y la bolsa donde siempre trae otras bolsitas que no tienen casi nada adentro. 

Escribe sobre la línea punteada: S  A  N  D  R  A, y me devuelve el papel, entonces yo le recuerdo que tiene que llevárselo a la doc. Se cachetea la frente medio tapada con la vincha fucsia furioso, levanta la vista y me mira a los ojos, y un milagro se le forma en el centro del círculo de arrugas amarillentas alrededor de los labios. Sonríe, con los dientes amarillos y amontonados, y los años que tiene se borran, y es esa nena que me decía Maripía, y me la imagino corriendo en una terraza con macetones, toda encorvada con la bolsa con bolsitas bailándole en la mano, contenta de haber vuelto a Flores, el barrio del que somos vecinos. La otra vez me la crucé en Boyacá y la vía y ni me vió, de concentrada que estaba en no pisar las líneas entre baldosa y baldosa.

Ella sabe que es temprano, entonces me dice que ahora me voy a hacé eso que vó sabé, abajo, toco timbe y despué de nuevo y veo a Maripía, me-cuchaste? Le recuerdo que no prenda el cigarrillo en el ascensor, y me dice que no, nooo, ya sé yo que no puede acá en edificio. Me miente, porque ella no sabe que yo tengo camarita en la puerta del consultorio, y prende uno o dos al mismo tiempo mientras espera el ascensor. El portero siempre se queja de ella -como se queja de todo, porque para eso están los porteros-, porque Sandra fuma Parisiennes, y la nube queda un buen rato.

Me toca el timbre y pasa a esperar un rato más a Filippini zarandeando el papel que le dí con el brazo medio estirado, como mostrándoselo a los otros pacientes en la sala de espera. Si ve que la puerta del consultorio está abierta y adentro todavía no hay nadie, se instala en todo su derecho de ser la primera de la lista a esperarla adentro. Yo voy y la espío un poco, porque siempre le trae una bolsa de Sugus a la doc, pero al rato se olvida y se los empieza a comer, dobla prolijito los papeles de colores y los acomoda en fila sobre el escritorio, para jugar con el tiempo que todavía le queda antes de la consulta.


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