miércoles, 24 de agosto de 2011

Terraza


Me despierto de un sueño muy malo, catalogable como pesadilla sin ningún inconveniente; un asunto viscoso con un insecto parecido a una vaquita de San Antonio pero excepcionalmente más grande. El sueño se ponía difícil cuando caía en cuenta de que la vaquita traía consigo un aguijón de un tamaño considerable y, en cuanto la sentí caminar sobre mí, con sus (muchas) patas sobre mi pecho, la mega vaquita se transformó en una tarántula del mismo diámetro, lo que fue pura desesperación y terror y certeza de que en ningún hospital de Capital Federal encontraría suero antiofídico (pero como es para arañas, sería antiarácnido) antes de morir. Y me despierto.

Era un sábado con sol, la luz amarilla por la ventana y las claraboyas del pasillo me dan el indicio de que estamos cerca del mediodía. Todo quieto, todo muy tranquilo. Mi hermano no está en la computadora, habrá sido arrastrado a ver a mi hermana jugar al vóley. Sin embargo, hay alguien. Tal vez esté mi hermano (el otro) en la terraza. Lo dejo ser porque no es muy fluida nuestra relación.
Desayuno algo, no mucho para almorzar más tarde. Mi hermano (mi hipótesis de hermano) no baja aún; mi perro ladra como si algo le molestara mucho. No me parece raro, por la ventana que de la calle veo cartoneros revisando el contenedor. Es que mi perro tiene pretensiones aristocráticas, y ladra a los recuperadores urbanos usualmente.

Algo, una certeza de una rareza se empieza a acumular en ese momento, obligándome a ver qué hace mi hermano arriba, bajo cualquier pretexto. Miro de la cocina al patio, que tiene un lavadero bajo el ángulo de la escalera que conduce a la terraza. En realidad conduce a un descanso que genera un cuarto con muchos bártulos y maquetas de aviones que mi padre colecciona. La escalera da de su lado izquierdo, cuando se sube, a una cornisa que limita con un pasillo de departamentos tipo PH de la misma antigüedad de mi casa, regenteado por mis tíos abuelos maternos.
La cornisa es el punto más inseguro de la casa, pienso, mientras subo por la escalera con el cesto de ropa sacada recién del lavarropas, para colgarla a secar en las sogas de la terraza. Mientras subo uno esa sensación de rareza, la idea del punto más débil de la casa y la presencia que espero ver y de repente algo es distinto, algo no está bien. Es más, espero ver algo distinto.

Mi perro ya no ladra. Llego al descanso de la escalera y desde ahí puedo ver casi por completo la terraza, aún cuando falten unos escalones más al final del descanso para estar efectivamente arriba. Mi hermano no está, no me sorprendo. Tampoco me sorprende que mi perro no esté, pero no termino de pensarlo cuando veo a mi perro. Él es un callejero de buen porte y color beige, marrón y negro. Pero no. Estaba echado sobre la salida de los escalones, en la terraza, con su cabeza blanca completamente, como blanqueada por polvo de tiza. Su expresión de sufrimiento me hizo perder noción de lo que estaba haciendo ahí y sentí, por fin, a ese alguien muy cerca. Sentada, con la rodillas abrazadas y la cara contra la pared del cuarto del descanso, mi tía abuela, como ocultándose. Y el mismo blanco de tiza en la cabeza, de la que sólo veía nada más que el pelo y su nuca.
Y me miró, girando hacia mí. Su piel oscura y pelo cortísimo de rulos mínimos eran puro polvo blanco, hasta las pestañas. Sus ojos estaban desorbitados, libres y ciegos, como afectados por el blanco; temblé. El canasto de la ropa no estaba ya en mis manos, noté entre el miedo. Noté también la contradicción, pero quise un poco más. Le pregunté, sabiendo la respuesta, qué le había pasado:

-Nada… No te preocupes, él no me hizo nada. No me hizo nada. ¿Dónde estás?

No aguanté más. Dejé ir la contradicción, mis mecanismos de defensa se activaron en seguida para detectar el sueño en el que estaba y sacarme de ahí, despertándome. Pero mientras salía y el espanto de no entender me acalambraba en la cama de madrugada de martes, en otro nivel sospechaba que esa misma presencia que sentí se había escapado más allá de la historia de lo soñado, que no pertenecía allí. Se había escapado, pero dejó evidencias deliberadas, dejó el recuerdo de una tarántula ya no tan literal como icónica, que patalea en mi pecho hasta ahora, que no me va a dejar dormir por varios días, hasta que me siente y por fin escriba todo esto.

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