miércoles, 24 de agosto de 2011

El Error (2008)


 El lugar no es incómodo. No es la gran cosa, he vivido en y con lujos mayores, pero dadas las circunstancias, no me puedo quejar. Además, casi no me ocupo de nada, el Servicio se hace cargo de todo excedente o imperfección biológica que genere. Periódicamente recibo el diario, generalmente sólo leo el del domingo para mantener una costumbre al menos, aunque más que nada hojee rápidamente un 90%. Simplemente se me hace difícil leer las secciones en páginas que tengan fotos, me parece atroz. Hay noches que tomo valor y leo media nota sobre política internacional, o sobre los partidos de 1º División de fútbol, pero después sé que al acostarme y pedir que apaguen mi luz los malos sueños vienen.
Otra costumbre que guardo desde antes de mudarme acá: dormir poco y mal los sábados. Me permito esos derroches para mantener la cabeza en su lugar, en contra de lo que estos impresentables del Servicio digan. Es increíble: a mí, eso de inimputable, alguien como yo, una personalidad, alguien resaltante por sus investigaciones. Soy importante, pero no pueden tragarme, no pudieron ni podrán, y no pienso entregarme ni rendirme por un par de condenas y tests en contra.

 Estoy vivo. Esa es la única verdad, y el secreto que guardo conmigo es tan fuerte que se me sale por la piel. Algunas veces es tan incontrolable que lo grito, se me escapa por la garganta muy alto, como si mis amígdalas se fueran volando y volvieran, como un boomerang. Entonces la paso mal en este lugar. Cambiaría la luz, cambiaría esta comodidad por no sentir ninguna aguja más en mi brazo cada vez que grito mi secreto.

 Odio los espejos. Infinitamente los odio. Conservan para cada individuo en este mundo (¿Cómo será, cuánto habrá cambiado desde que llegué a este lugar?) esa veta de misterio estúpido que conlleva el mirarse a sí mismo, contemplarse; todos en el fondo confundimos misterio con el más llano y común narcisismo.

 El Servicio se toma el trabajo de afeitarme y cortarme el cabello una vez por mes. No recuerdo ya exactamente por qué extraño episodio dejaron de traerme mis implementos de aseo personal. Odio esos días del mes. Mientras el “estilista” me trasquila –me río mucho de llamar así a ese bizarro personaje con porte de puerta blindada y cara de gremialista, que maniobra unas microscópicas tijeritas en sus dedos enormes-, yo aprieto los ojos y no los abro hasta que estoy de vuelta en mi habitación. Los vecinos (según escucho, porque no tengo la más mínima relación con ellos) van encantados porque no tienen espejos en sus habitaciones. Yo con los trozos del mío amenacé a algunos de estos idiotas que aturdían mis tardes de lectura; de esa manera conseguí mudarme a una parte más alejada del complejo, donde estoy tranquilo para acompañarme a mí mismo.
 Mis vecinos adoran verse en los espejos, les gusta ver sus caras (o lo que ellos creen que son sus caras) en los espejos de la barbería, pero yo no puedo tolerarlo. Esos días grito mucho. Quiero decir, los días de corte de pelo. Es que no puedo soportarlo, están todos tan equivocados, tanto. Odio los espejos por engañar a los individuos y por consiguiente yo, hombre esclarecido sobre el secreto, los odio a ellos aún más, se me hace extensivo a las víctimas de este engaño. Los odio a veces por permitirme ver aquello que no quiero ver, aquello que he visto hasta el hartazgo y que hoy me asquea. Otras veces por duplicar lo atroz del secreto. Los sábados en que intento leer el diario, despierto en mitad de la noche saliendo de una pesadilla donde caras y máscaras se intercambian constantemente hasta que no hay diferencias, aunque también esas máscaras pueden ser mi cara y una careta, que giran y se multiplican hasta que no sé cuál es cuál. Sólo la recuerdo en sueños, hace tiempo que ya no la veo. Algunos meses atrás, la palangana de mi habitación me reflejó muy tenuemente, al lavarme la cara una mañana; aún me atormenta el recuerdo.

 En mis días de profesor adjunto me apasioné con la misma fuerza que me lleva a escribir estas líneas por lograr que algo se encendiera en las cabezas que tenía enfrente. Mis clases se llenaban, incluso luego del primer parcial. Debo admitir que tengo mérito en lograr que los estudiantes no se quedaran dormidos en ellas, aunque, reflexionando un poco estoy bastante fuera de práctica, hace ya largo tiempo no me llaman para los concursos de cargos. Obviamente que tiene que ver con mis investigaciones sobre el secreto, aparte mi mudanza influyó en que quedara fuera de combate.

Ningún autor busca, al menos de la boca para afuera, reconocimiento de parte de sus pares. Sólo se trabaja en pos de una completitud, de una armonía para uno mismo; en mi caso, la repulsión que causó mi descubrimiento me valió mi separación del cargo de adjunto. Ese fue el reconocimiento que recibí y que me indicó definitivamente la importancia del secreto.

En la primera edición de mi libro, narro el momento exacto del descubrimiento:

“Esperaba en la puerta del Hospital Alemán a mi esposa Emma para una consulta con su psiquiatra. El día era  caluroso en diciembre y yo no tenía el mejor humor: había discutido fuertemente con un profesor de clases prácticas por razones que ya no recuerdo bien. Además, Emma llevaba 10 minutos de retraso, y a mí no me gusta ser impuntual. Mirando la gente que venía por la vereda en sentido contrario del de los autos, trataba de ubicar los rulos castaños y la falda violeta que había vestido esa mañana al salir de nuestra casa hacia su trabajo. Mientras pensaba esa descripción, alguien comenzó a hacerme señas. Vi una cabeza de mujer muy rubia a quien nunca había visto. Giré la cabeza, suponiendo que se equivocaba o que saludaba a alguien más y seguí buscando entre la gente, pero esa mujer seguía saludándome de una manera que yo sentía familiar. ‘No es nadie de la facultad’ pensé. La miré más detenidamente: por alguna casualidad estaba vestida demasiado parecida a Emma y usaba el mismo collar y aros colgantes como los que se compran en las ferias artesanales, los mismos que mi esposa había comprado ese domingo pasado y donde yo estuve con ella. Quizás muy lentamente, quizás sin creerlo fielmente al principio, empecé a notar que algo no estaba en su lugar. Eran muchos los parecidos y además, empezaba a inquietarme porque las maneras de esta mujer (digamos, su lenguaje corporal, o tal vez ese algo que tiene cada individuo en los ojos para mirar distinto de como lo haría cualquier otro), me parecían demasiado propias, las conocía. Temí lo peor, estar perdiendo la cordura. ‘Todo es demasiado familiar, demasiado mío, no lo entiendo’ pensaba en una milésima de segundo, mientras analizaba a esa mujer que se acercaba a paso apurado.
Había una prueba que debía hacer, se me ocurrió en ese momento. Para entonces ya creía definitivamente que estaba pasando lo que pasaba. Dije, en una voz como un hilo: ‘¿E... Emma...?’ La mujer muy rubia y sin rulos contestó sin inmutarse y en el mismo tono típico de Emma: ‘Vamos adentro, ya estamos tarde’.
No pude tener otra reacción que la de callarme y seguirla hacia adentro del edificio del hospital; de cualquier manera, por dentro yo era una lluvia de ideas y de pánico. Emma era Emma, pero no era ése su cuerpo. Recordé casi irónicamente esas películas de Hollywood en los años ’50 en que alienígenas tomaban los cuerpos y atacaban las ciudades camuflándose entre los mismos humanos. En este caso era como si mi esposa hubiera cambiado su disfraz con otra mujer.
No grité, no salí despavorido, no pedí ayuda; simplemente comprendí al instante que sería imposible. Decidí que tarde o temprano lo estudiaría, así que hice como si nada hubiera sucedido, tomé de la mano a Emma (rubia, no rulos castaños; baja estatura, no 1.70 sin tacos; ojos celestes, no miel como a mí me gustaban) y me dirigí a la recepción para pedir indicaciones, con la misma cara de pocos amigos que me caracteriza.”

La primera edición fue un completo fracaso. De hecho, no hubo otra aún. El editor me visita dos veces por año, aunque no por tenerme afecto, sino por puras cuestiones administrativas. Me trae las nuevas de ese mundo que dejó de interesarme: los trabajos de antiguos alumnos míos, ya hoy diplomados; artículos que no hacen más que revolver las sopas teóricas de lo ya estudiado, de eso que yo les enseñé.
Volviendo a mi secreto, hay partes que no pude terminar de explicar y detallar: la segunda edición ampliada hace meses que ya está terminada. E incluso esos meses tienen, creo, más forma de años, pero es que ya no lo recuerdo. Los pinchazos hicieron mella en mi cerebro hasta hacerme casi perder la coherencia. Porque yo no estoy loco, de ninguna manera. Esas son las idioteces que uno tiene que tolerar de parte del Servicio para poder vivir en esta paz, este complejo alejado del ruido, de la ciudad y de la gente que quiere verme encerrado, ésos que me trataban como si fuera un internado, un disminuido. Yo no estoy internado, estoy aquí para alejarme de lo que me hace doler, lo que me hace gritar: las caras, la gente.

Ya imagino lo que van a pensar: la muerte de mi esposa, el tiempo que viví en la calle, etc. Son esos datos de mi biografía las pruebas de que no soy culpable, sino más bien la víctima de un complot, de un encubrimiento universal.
Recuerdo que el día del descubrimiento, después de llegar del hospital a casa con la nueva Emma, ví al encargado de mi edificio en la puerta, con la franela habitual a los bronces. Sin embargo, ya no era el que ví al salir de casa esa misma mañana baldeando la vereda. Había transmigrado al cuerpo, a la apariencia física de cierto director técnico de River Plate en los años ’90. Luego, la foto de Borges en la pared de mi estudio, había cambiado por la del rostro de Stevenson (¿o era el de Wilde?) que yo había visto en un daguerrotipo antiguo. Así, al principio con espanto y luego con  resignación fui entendiendo  la dinámica de este truco: nada era lo que yo hasta entonces había conocido, las fichas estaban prodigiosamente revueltas.
Creo que lo más atroz de todo es el hecho de ser consciente de que estaba solo, pues nadie más parecía notarlo. Mi cabeza gritaba como lo hago ahora después de mis pesadillas, pero yo seguía como si nada hubiera pasado, no decía una sola palabra; esa noche fui a cenar con Emma a casa de mis suegros, que ahora eran la pareja de granjeros de un famoso cuadro norteamericano.

Perdí la paciencia cuando supe que estaba condenado.  Fui al espejo esperando ver una nueva cara, una nariz distinta y otros ojos: todo lo contrario, mi rostro seguía igual que antes, nada había cambiado. Esa noche ocurrió un confuso accidente que terminó con la vida de mi esposa. Como alegué en el juicio, lo único que recuerdo es estar escribiendo los primeros renglones de mi libro en mi estudio, hasta muy tarde.

Realmente todo es muy difícil de recordar para mí hasta llegar aquí; sé también que el encubrimiento fue haciéndome olvidar detalles. De cualquier manera, no puedo rendirme. Descubrí aquello que muchos sólo pudieron imaginar, lo que significa que lo descubrieron, pero no le dieron crédito por no parecerles creíble. Pero yo sí lo creo, y mejor prueba que seguir siendo el mismo de antes frente al espejo, no hay. Por otro lado sé que mi condena es irrevocable. ¿A quién interpelar, a quién acusar de  cometer semejante error? Sea quien sea, al menos tengo la certeza de que no es perfecto; su desconcentración acabó con mi vida.

Voy a insistirle a ese idiota del editor para que reedite mi libro. Uno de los médicos de aquí asegura que se lee, aunque sólo lo tomen como literatura fantástica, como ficción. Voy a esperar a aquél que entienda cabalmente lo que he contado. El vendrá a buscarme a este lugar.
No me tomen por desequilibrado, por loco, lo repito: lo que cuento no es más que la verdad. Entretanto, el enfermero entra para mi cóctel de media tarde. No puedo rendirme.

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