sábado, 11 de junio de 2011

Día (1 de X)


 Un ruido difuso, como de rata husmeando, se mezcla con la zona pastosa de los primeros segundos después de que vuelve la conciencia en su nivel más básico. Es una rata aplicada, muy concentrada en su husmear. Una rata que casi nos inspiraría ternura, pero es muy temprano para eso. Es una rata y no hay qué hacerle, porque no la es.
 Es algo revolviendo, revisando, registrando la oscuridad inútilmente. Una rata no adaptada a la oscuridad. Algo bastante estúpido, desprolijo. Un ladrón mal entrenado, quizá principiante. Sí, sería más bien un ladrón, por el tamaño que, imagino, tendrá. A una rata no se la ve hasta que aparece efectivamente; un ladrón genera un presentimiento, que es el mismo que sentimos si alguien está a nuestras espaldas. Es eso entonces, un ladrón que se sabe ladrón, siente culpa seguro, y eso le quita precisión de movimientos. Y me doy cuenta.
Como haciendo foco muy lento, cambia la perspectiva. Sé del ladrón, pero también sé dónde estoy, en mi habitación. Ese dato ya aclara que, entre otras cosas, el ladrón no es ladrón para robar, lo es para simbolizar, para resumirse en un intruso. Intrusa.
Con la misma tranquilidad, genero una afirmación bien detectivesca, al borde de despertarme: “Madre registrando habitación”. Acto seguido, ése escalón ganado, peleado con uñas y dientes, se pierde y el contraataque me desvanece retrocediendo dos casillas.




 El vértigo de no querer saber, de evitarse el mal momento, de apagarlo y no vivir más esa eternidad de relajación progresiva entre un sobresalto y lo Otro, esa frontera. Conozco un método para que no suene más, nunca más; ahí reside el miedo. Si no sonara, si no me sobresaltara monotónicamente otra vez, se generaría un desastre tal que no alcanzaría con levantarse de la cama. Debería ser eyectado de ella cruzando la ciudad, y el paracaídas para aterrizar es demasiado difícil de plegar. Además, todas las noches con una mochila a la espalda...




 La puerta se abre con el cuidado que cualquier persona bien despierta tendría, es decir:

Girando el picaporte hasta el tope, golpeando metal con metal (Decibeles Indeseables Parte I);
Dejando en el televisor del living un canal con las noticias matutinas a volumen “bajo” (Decibeles Indeseables Parte II: El Ataque del Pronóstico Extendido para Capital y GBA);
Cerrando la puerta apoyándola en el marco con el picaporte girado hasta el tope, de manera que el pestillo no ingrese al hueco y, por cuestiones que la Física aún discute, la puerta golpee una, dos, tres veces (Decibeles Indeseables Parte III: Una Nueva Desesperanza).

Mi madre busca sin hacer ruido (tener en cuenta la descripción anterior del concepto cuidado) alguna cosa que seguramente no está en mi habitación. La necesidad biológica de molestar al hijo que duerme es una tendencia maternal inevitable todavía, tan adentrados en el siglo XXI como estamos.
 De cualquier manera, ya habiendo recuperado los escalones perdidos y alcanzados incluso dos o tres más, muero de vértigo porque suena finalmente el sonido monofónico que retumba en la mesita de luz y no puedo encontrarlo, siento vergüenza por la torpeza de unas manos entumecidas.
 El sonido más rescatable que encontré en mi celular, un pequeño fracaso musical y cotidiano se une a la Orquesta Matutina Estable de la Familia, para condensar en la pantallita una fecha de mitad de semana y una hora preocupante, las cuales me orientan a los boxes sanitarios y posteriormente a la oficina. Me despierto al fin frente al espejo, que devuelve un cúmulo de melatonina, lagañas y pelos sin cultura, próximo a transformarse milagrosamente en persona.

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